Mari Carmen Azkona

Fotografía propiedad
de la autora





La brújula




       Paul Harris, uno de los mejores juristas del país, entra en el tribunal. Su nerviosismo, incrementado por la presencia de la prensa y sus flashes, es más que evidente. Paul, a pesar de sentir el latido del corazón pulsando en las sienes, compone un gesto de aplomo. Antes de tomar asiento, dedica una mirada de súplica al matrimonio de ancianos que están sentados, junto a su abogado, en la mesa de los demandantes. Sin embargo, en sus miradas impera la determinación de continuar adelante.
       En la sala reina el silencio más absoluto, sin más movimientos que la formación de ceños preocupados, esperando el dictamen del juez.
       —La Ley Básica de la Autonomía del Paciente recoge la validez del testamento vital. En dicho documento Elizabeth Ryan, en plenas facultades mentales, expresa su deseo de finalizar su vida. Por lo que requiero al Señor Harris, cónyuge de la testadora, a que no ponga impedimentos para que le sean retirados los medios artificiales que prolongan su supervivencia. Hoy a las cinco de la tarde…
       Paul deja de escuchar, ante el vértigo que provocan en él las palabras del magistrado. Todo su lenguaje corporal muestra a un hombre luchando por sofocar un volcán de rabia a punto de estallar. Nada, tras más de veinte años dedicándose a la abogacía, le ha preparado para este momento. Ejemplo de integridad y honestidad, siempre había empatizado con sus clientes, pero no es lo mismo solidarizarte con el dolor ajeno que sufrirlo en propias carnes… En medio de un ataque de ansiedad, sale a la calle y camina sin rumbo hasta que el golpe de un viandante le saca del trance.
       El edificio de ladrillo rojo, oscurecido por más de un siglo de hollín, se alza siniestro al final de la calle. Paul se detiene indeciso ante sus puertas. Saca del bolsillo la brújula que Elizabeth le regaló cuando terminó la carrera y que, desde entonces, siempre lleva con él. «Para que siempre encuentres el Norte», le dijo al entregársela. Nunca, hasta ese momento, había estado tan desorientado y perdido… Abre la tapa que cubre la esfera de metal. La aguja parece vacilar durante unos instantes hasta que se queda quieta, señalando su pecho. «Y cuando tengas dudas, escucha siempre al corazón» La voz de Elizabeth, como atraída por el magnetismo de la saeta, suena dentro de su mente.
       Con paso decidido cruza el atrio del hospital y sube en el ascensor hasta la planta en la que está ingresada Elizabeth. Los policías que custodian la habitación, en previsión del altercado que pudiera provocar, le impiden la entrada. Ante la algarabía, los padres de Elizabeth salen al pasillo. Su suegro le pide que les deje despedirse de su hija en paz, pero pronto es acallado por el gesto de su esposa. La anciana mira a Paul a los ojos. Como si sintonizara con la onda de sus pensamientos, esboza una triste sonrisa y le deja pasar.
       Las campanas de la capilla anuncian las cinco de la tarde. La enfermera, temerosa, alarga el brazo hacia el cable que conecta el respirador a la corriente. Paul da un respingo al sentir la mano de la madre de Elizabeth en su hombro.
       —¿Comprendiste? —le pregunta con toda la serenidad que el dolor del momento le permite.
       —Sí… amar, a veces, es dejarlos marchar.